Sebastián Piñera a punto de quedarse sin bencina, al límite del aterrizaje forzoso. Podría ser una metáfora, pero es literal: el Presidente sobrevolando en las nubes hasta la última gota de su estanque y el país observándolo atónito. Osadía y juego adolescente, quizá; obsesión de mirar al país desde las alturas, probablemente. En el fondo, una manera de entender la responsabilidad y el manejo de las cosas que de un modo ya reiterado llega demasiado cerca de quedarse sin combustible.
La crisis de Magallanes dejó al gabinete de los gerentes con el estanque vacío. La ausencia de empatía política terminó con la nave en el taller y con el imperativo de instalar repuestos. Fiel al vértigo, el piloto procedió con rapidez y puso asesores de cabina con muchas horas de vuelo. Los políticos llegaron de vuelta una vez más, para confirmar que la experiencia no se compra ni se arrienda.
El Gobierno tuvo que echar marcha atrás frente al descontento austral pero logró, pese a todo, un nuevo aire en su bitácora de navegación. El cambio de gabinete supuso una inflexión positiva para el Ejecutivo, alcanzar vientos altos que se vieron coronados por la aprobación de una reforma educacional que dejó a la oposición al borde de la caída libre.
El Presidente aterrizando su helicóptero en la carretera, en las cercanías de una comunidad semirrural que debe haber alcanzado a pensar en un capítulo de la cámara indiscreta. Pero el tema no es broma: Piñera exhibe las dificultades de una personalidad incombustible, su incapacidad para someterse a los rigores de una bitácora propia de un Jefe de Estado que, antes de cualquier obligación pública, debe partir velando por su vida y su integridad física.
Es cierto, su impetu transmite energía y vitalidad, pero también provoca inseguridad en los pasajeros. Las encuestas lo muestran ya con preocupante claridad: inquietud, desconfianza, problemas de credibilidad. Se ha dado incluso la situación atípica de que el piloto tiene mayores grados de desaprobación que su propio gobierno. Es algo a tener en cuenta y donde no es fácil echar mano.
La tradición presidencialista chilena exige cierta dosis de sobriedad republicana; es difícil sentirse seguro y confiado en manos de un piloto que está dispuesto a ponerse en riesgo a sí mismo como si se tratara de un juego de niños.
El ajuste de gabinete ya está hecho y habrá que esperar un tiempo para ver si la apuesta fue acertada. Lo que falta ahora es el ajuste en el estilo y en la conducción presidencial. El piloto tiene que mostrar su capacidad para dosificar el ímpetu y su aparentemente nula aversión al riesgo.
gratas para un «espíritu libre». Pero la gente necesita y requiere confianza. La imagen de un gobernante que se queda a medio camino sin combustible producto de sus propias desaprensiones no ayuda a retomar el rumbo.
Un Presidente tiene la obligación de hacer sentir a los pasajeros que no sólo sabe a dónde va, sino que ha tomado las medidas y las precauciones para evitar que la nave pueda desplomarse contra el suelo. Afortunadamente, este incidente puede ser usado todavía como una buena metáfora. Pero desde la antigüedad sabemos que no es bueno abusar de la diosa Fortuna.
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