Hace mucho me convencí de que quien llegaba a ser Presidente de la República era al que le tocaba. No necesariamente el más brillante o el más preparado, sino a quien le tocaba serlo. Por cierto, todos los que en democracia llegan a la recta final son seres de excepción. Muchos sueñan con llegar allí, pero pocos son los que lo logran. En monarquías o dictadura, la circunstancia no cambia: es al que le tocó, pero resulta más fácil que pudiera ser un heredero inepto o un gorila bien graduado.
Lagos fue siempre un candidato muy potente, pero el 90 le tocaba a un democratacristiano como Aylwin, y el 94, pero no el 2010, a Frei. Me cuesta imaginar a Michelle Bachelet como Presidenta a inicios de la transición. Me imagino cuántas veces Lavín habrá pensado que, si esta vez le hubiera tocado a él, otra podría haber sido su suerte. Así son las cosas.
Si la Concertación pensara que para ganar el 2014 sus problemas son cambiar las directivas y que Bachelet no sea candidata, podría casi asegurar que no ganará. No porque el cambio de directivas sea intrascendente o porque esté levantando la postulación de Michelle Bachelet, sino simplemente porque el problema a resolver por la Concertación no son las figuras que la representarán, por importantes que siempre sean éstas, sino su capacidad de producir futuro.
La Concertación, instalada en sus éxitos, que —con mano en el corazón— nadie niega aunque le disguste, fue progresivamente haciéndose más representante de su pasado que del futuro.
Terminó vendiendo el statu quo como alternativa a un futuro que se vestía con las más amenazantes incertidumbres. Esa opción obtuvo alrededor de un 30% de los votos en primera vuelta. El anhelo de cambio, quizás diverso y confuso en sus razones, era extenso; se reflejaba en gobiernistas y opositores. En segunda vuelta, lo que demostró el 48% de la Concertación fue que, a pesar de esta brecha entre su oferta y el sentimiento de la mayoría, eran potentes aún el respaldo a las certezas que entregaba y la desconfianza en la derecha. Podría incluso hasta haber postergado su derrota, pero iba hacia allá, ya no contenía futuros.
Hay además una nueva circunstancia. Las desconfianzas en lo que la derecha podría ser ya no sirven como capital político. Ahora ella es gobierno. La población tiene la oportunidad de evaluar si son verdad las amenazas que le auguraban o los temores que sentía.
No es el buen pasado lo que la Concertación puede ahora ofrecer. Es convencer con la promesa de un futuro mejor al Chile que llegará a ser el 2014, y mejor, además, al que la derecha someterá a consideración de chilenas y chilenos.
No es un desafío menor para una fuerza que fue exitosa y se habituó a vender sus éxitos como razón para volver a ser. Ningún dirigente que se precie de tal puede culpar a Bachelet por las carencias futuras de la Concertación.
Por eso tengo la sensación de vivir tiempos de renovación. Como después del golpe de 1973. Descubrimos entonces que no bastaba denunciar a quien nos derrotó, sino que necesitábamos explicarnos por qué lo logró. Debimos aprender a descubrir qué habíamos hecho mal y qué habíamos gestado. Obligó a mirar mundos e ideas nuevas, así como a tener esa capacidad, nunca fácil, de cuestionarse de verdad a uno mismo y soportar profundos desgarros, dolores del alma.
Luego debimos aprender qué significaba hacerlo bien siendo fieles a nosotros mismos. Por eso vencimos el 88.
Los tiempos son distintos. Menos inhóspitos. Pero habrá desgarros para volver a ser.
2014 está cerca. La promesa de futuro tendrá entonces más importancia que en las últimas contiendas presidenciales. Construirla no es corto ni fácil. Más que discutir las culpas por una derrota estrecha, el tema es qué se propone a esa mayoría cambiante, de rasgos y anhelos distintos a los de 1990. La Concertación debe convencer de que su vuelta es mejor para el futuro de la mayoría y, además, debe coincidir con la ciudadanía en el nombre que encarne eso. Al fin y al cabo, es ésta la que decide a quién le toca.
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