Las oportunidades educacionales de las generaciones más jóvenes han subido considerablemente respecto del pasado, y la escolaridad de la población se ha elevado significativamente. Según la encuesta Casen, las personas de entre 20 y 30 años tienen una escolaridad promedio de 12,6 años, superando en 5,5 años la de los mayores de 60. Esto se debe a la masificación de la educación y a un creciente acceso a la enseñanza superior.
Además, este incremento promedio ha ido acompañado de un cierre importante en las brechas y se explica fundamentalmente porque un grupo de personas que antes apenas accedía a la educación, hoy lo está logrando, y además está educándose por más tiempo. Así, mientras el 75 por ciento de los mayores de 60 años tiene menos de 12 años de escolaridad, en la población menor de 30 esa proporción no llega al 20 por ciento.
Pese a esos avances, llama la atención que el 28 por ciento de los jóvenes de entre 18 y 24 años no estudia ni trabaja. En particular alarmante es que esta proporción llegue al 52 por ciento entre los jóvenes del primer quintil de ingresos (el más pobre), sobre todo porque más del 60 por ciento de ellos completó la educación media.
Si bien esto es crecientemente un requisito para acceder al mercado laboral, no haberla terminado no inhabilita del todo a los jóvenes.
Si así fuese, este problema debería abordarse con decisión, considerando que hay diversas opciones y programas de apoyo para finalizar la educación secundaria (además de la obligación legal de completarla). Si esos jóvenes no están trabajando ni estudiando, cabe preguntarse por su posibilidad real de integrarse al mundo laboral o, en general, satisfacer las exigencias de la vida moderna en sociedad.
Por cierto, esto también podría obedecer a una suerte de transición entre el mundo de la educación y el del trabajo, que sería tomada con calma por los jóvenes provenientes de los hogares de menos ingresos y no afectaría mayormente sus oportunidades laborales. Pero no parece ser ésta la situación.
En el grupo de edad inmediatamente posterior, aquel entre 25 y 29 años de edad, en el que disminuyen significativamente las personas que están estudiando, la proporción que no trabaja ni estudia llega al 59 por ciento. Así, al parecer se produce muy tempranamente un distanciamiento del mercado del trabajo que no se revierte a medida que pasa el tiempo.
Se debería tratar de abordar esta realidad de manera integral, por el impacto de largo plazo que tiene en las oportunidades de los jóvenes que sufren este desapego. Seguramente él se origina en una multiplicidad de causas, desde situaciones de vida complejas en ambientes de mucho riesgo social hasta ausencia de habilidades no cognitivas esperables en jóvenes que desean iniciar su vida laboral.
Para paliar estos problemas puede implementarse una serie de políticas, que van desde el apoyo temprano a jóvenes en riesgo social hasta programas simples de preparación para postular al primer trabajo.
A este respecto se observa en Chile una ausencia de políticas, o bien la existencia de algunas muy alambicadas y paternalistas, que pierden de vista los objetivos centrales que debiesen tener: facilitar el tránsito entre la vida escolar y el primer trabajo para este grupo específico de jóvenes, añadiendo quizás un apoyo para que perseveren en éste.
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