martes, 27 de julio de 2010

¡No a las reeleccines!

Mis declaraciones de que, no obstante la solidaridad con la Presidenta Bachelet frente a los ataques injustos que se le hacen, “es un error plantear su reelección”, han desatado una polémica interesante, salvo los juicios de algunos que en vez de debatir han preferido las descalificaciones.Lo primero a indicar es que hay una corriente universal contraria a las reelecciones de presidentes. Hay países que las prohíben de modo absoluto (México, Ecuador) o las permiten sólo para un período inmediato, pero luego la niegan para siempre (en Estados Unidos, Bill Clinton, cuya popularidad hoy supera a la de Obama, no podrá ser reelegido nunca).

Otros la autorizan, pero no inmediata, sino por períodos sucesivos: Argentina, Perú, Chile. En la vereda contraria, Chávez las considera ilimitadas, y otros como Uribe o Fujimori, que intentaban tres reelecciones sucesivas, debieron ceder, el primero acatando una decisión institucional, y el segundo, porque el intento provocó su caída.

La razón de la oposición a las reelecciones es que afectan negativamente a la democracia, debilitan a los partidos, impiden su renovación e incluso los destruyen, y, peor, introducen en el sistema político entero una dosis de personalismo que es tóxica. Obviamente las reelecciones no son el único factor de decadencia política —ella nunca tiene una sola causa—, pero sí son una contribución. La experiencia no deja dudas. Perú, que tuvo un sistema de partidos incipiente, hoy lo tiene destruido en parte por los afanes reeleccionistas de Belaunde, García, Fujimori y ahora Toledo. En Colombia, los intentos de Uribe provocaron el rechazo de sus propios partidarios, señalando que afectaba negativamente a la democracia, los partidos y la probidad. El aporte a la destrucción de la democracia venezolana hecha por los propósitos reeleccionistas de Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera es conocido.

Las comparaciones anteriores no significan decir que tienen la misma altura moral Bachelet que Fujimori, Kirchner o Uribe. Se trata de que ningún sistema político se construye a partir de la virtud individual de uno de sus miembros, sino de la necesidad de limitar el poder y someterlo a normas, quienquiera que lo ejerza. El mal gobierno ronda por igual a los justos que a los corruptos, y el abuso de poder es más indignante y difícil de controlar cuando se hace en nombre de la virtud.

Las reelecciones, además, personalizan la política en torno de un nombre y conducen, más luego que tarde, al caudillismo. El debate se centra en torno de una persona, de lo que fue su pasado gobierno y lo que podría ser su futuro gobierno. El debate sobre ideas, siempre escaso, se hace casi imposible y la renovación de la política, más difícil. Los adversarios centran su acción en una campaña negativa, destinada a destruir al ex gobernante, y sus partidarios agotan sus fuerzas en su defensa hasta quedar exhaustos para generar nuevos proyectos. Los partidos, sus nombres e ideologías, ceden ante los “kirchnerismos”, “uribismos”, “chavismos”, “correísmos”, “danielismos”. Perú, cuyo éxito económico es empañado por su decadencia política, en los próximos años no discutirá sobre cómo enfrentar esa crisis, sino acerca de la vuelta o no de Alan García, que ya antes de abandonar su actual Presidencia insinúa su propósito de una nueva reelección. La vocación de gran potencia de Brasil supone el desarrollo de un sistema político maduro y no de un caudillismo, a lo que desgraciadamente apunta el que el Presidente Lula, después de dos períodos sucesivos, flirtee con su reelección en 2014.

Tengo el mayor aprecio por la Presidenta Bachelet, pero lamentaría mucho, por ella, por su partido y por el país, que los próximos años fueran una discusión por ensalzarla o destruirla; por apostar a su reelección o a su ruina; por la división de su partido en torno de su nombre. Al contrario de los que me acusan de proponer jubilarla, creo que su figura sólo ganaría influencia, nacional e internacional, y su gobierno reconocimiento si desechara su reelección.

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