lunes, 5 de julio de 2010

La universidad pública en gavetas oxidadas: de olvido y desigualdad

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"Se ha vuelto evidente que el poder real es el poder económico.
Tú no eliges a la administración de Coca Cola o de General Motors"
(José Saramago)

No fue coincidencia. Un día antes del 18 de septiembre de 1843 Andrés Bello, el ilustre venezolano, unía la celebración nacional y la inauguración de la primera universidad de nuestra naciente república. El entusiasmo libertario y el papel fundamental a jugar por la Universidad de Chile se fusionaron en los salones que fueron testigos del discurso: “La universidad, señores, no sería digna de ocupar un lugar en nuestras instituciones sociales, si (como murmuran algunos ecos oscuros de declamaciones antiguas) el cultivo de las ciencias y de las letras pudiese mirarse como peligroso bajo un punto de vista moral, o bajo un punto de vista político” (Discurso de inaugural de la Universidad de Chile de Andrés Bello, 17 de septiembre 1843). Esa universidad pretendida por Bello, era definida como un “Cuerpo expansivo y propagador de las ciencias y las letras”, donde “el arte era la regla de la imaginación”, donde “las Facultades eran un sistema integrado”, y donde existía un rol esencial a cumplir para apoyar la educación elemental. La idea de “producción” hace 170 años atrás estaba enraizada en la convicción de que la razón podía iluminar las sendas de la construcción de la Patria, y podía cautelarnos de no caer en un empirismo ciego. Pero como bien describiría nuestro José Saramago… la ceguera se ha propagado como la peste, y la historia no es más que archivos guardados en gavetas oxidadas.

Pero recordar es una responsabilidad. Hace 28 años comienza en Chile una de las más grandes reformas educacionales de su historia, interrumpiendo los avances notables de la educación chilena acumulados durante el siglo XX, que la habían llevado tempranamente -en relación con nuestros países vecinos- a superar el analfabetismo, promoviendo activamente el acceso a todos los niveles educativos (incluido el terciario). El rol del Estado de Chile era crucial y había logrado vencer a los sectores conservadores que afirmaban que la educación era una responsabilidad única de los padres y que el Estado (calificado de socialista por estos sectores a principios del siglo XX) “no podía obligar a estos padres a enviar a sus hijos a la escuela”. Así, nuestro sistema educativo logró posicionarse como un ejemplo en América, con crecientes niveles de justicia.

Grandes pedagogas y pedagogos nacionales eran invitados a participar de las diversas reformas educativas de nuestro Continente. Las universidades chilenas llegaron al punto de comenzar a comprender que el desarrollo del país implicaba asumir la diversidad de necesidades regionales, y es así como comienzan hacia los años 50-60 a crear sus sedes. La Universidad de Chile y la Universidad Técnica del Estado se hicieron presentes a lo largo de nuestra geografía.

Sin embargo, la reforma de la dictadura militar (1973-1990) recuperó la marginal propuesta neoliberal de los Chicago Boys de los años 60. El sistema universitario chileno comienza a ser desmontado, en un movimiento que no se detiene hasta hoy. Se violaron los derechos humanos del cuerpo docente, administrativo y estudiantil; se cerraron facultades; se quitaron las sedes regionales de las dos universidades mencionadas; se separó el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile; se disminuyó dramáticamente el aporte fiscal a las universidades, lo cual nos tiene hasta hoy entre los países de menor inversión pública; y comenzaron luego, a fundarse las nuevas universidades privadas, las que comienzan también a percibir recursos públicos.

Toda esta digresión es sólo para decir que los “soviets”, como llaman algunos a las universidades estatales, han sufrido una represión y unas restricciones históricas desde hace más de 30 años, y que, a pesar de ello, siguen mostrando mejores resultados que aquellas instituciones privadas, a las cuales se les ofreció gratuitamente un mercado donde desarrollar la ideología de la “educación-mercancía”.

La crítica contra las universidades estatales apunta a que ellas serían burocráticas, no toman riesgos, son ineficientes, presentan irregularidades, favorecen el surgimiento de nichos de poder, “autogeneran a sus autoridades” -creo que esta observación se dirige a la gestión democrática que muestran algunas de nuestras universidades estatales, lo cual es confundido con clientelismo-. A excepción de la última crítica, las demás me parece que no caracterizan a las universidades estatales… o al menos no en términos exclusivos. De hecho, se cita persistentemente a la UTEM como caso único que justificaría una “igualdad de trato”, el financiamiento vía concursos, un sistema único de créditos y becas, y la desaparición de BecasChile –como si estas fuesen los exclusivos ámbitos de discusión-.

Si las universidades estatales son “soviets”, la imagen de las universidades privadas podría ser la de “supermercados” –con adverbios o adjetivos variables: híper, vecino, mega, mini-. En Brasil se habla directamente de las universidades “malls”. Los críticos de las universidades estatales olvidan la desaparición forzosa de las universidades (¿?) Real y San Andrés, o los casos de “desórdenes” institucionales de la UNIACC, ARCIS, Santo Tomás y La República. La universidad privada en Chile es gestionada por juntas de accionistas y regida por el cortoplacista lucro, lo que ha significado que su aporte en investigación de punta sea escaso.

Probablemente cuando Gonzalo Rojas, no el poeta, plantea en El Mercurio que todas las universidades son públicas (porque se publicitan públicamente), está pensando en las páginas 65 y 66 del Informe de la Educación Superior en Chile (2009) de la OCDE, donde se “aconseja” a Chile lo siguiente: revisar la división tradicional entre universidades del CRUCH y otras universidades; aplicar los mismos criterios de préstamos sin importar en qué institución se matriculará el alumno; introducir formas blandas de regulación e incentivos para estimular a las instituciones autónomas a participar totalmente en el control de calidad; que el Ministerio deje de lado la lista oficial de las profesiones con títulos exclusivos universitarios, que son monopolio de las universidades. Este informe resulta de particular interés, ya que plantea genéricamente que Chile debería adaptar la formación universitaria –y terciaria en general- a las necesidades productivas del país. Pero ¿cuáles son estas necesidades?, la respuesta está en las páginas 20 y 21, donde se señala que nuestros productos son: cobre, salmón, fruta, vino y otros minerales, lo que es corroborado por el Presidente cuando señala que Chile debe convertirse en una potencia “agroalimentaria”.

La pregunta obvia es: ¿para qué queremos a las universidades?, si claramente carreras como filosofía, teatro o arquitectura nos parecen lejanas a la producción de manzanas. Desde esta óptica el partidario de la metáfora de los soviets tendría razón, esas formaciones son inútiles a nuestro modelo capitalista periférico.

No obstante, el proyecto universitario de Andrés Bello excede (o debiese exceder) la ceguera empirista. En este sentido no tenemos “un consenso técnico” –como algunos sostienen- ni político, las universidades estatales no están regidas (aún, o no masivamente) por la lógica de los empresarios de la educación que buscan indicadores de productividad o desempeño para el homus academicus. Chile se acostumbra peligrosamente al modo empresarial de conducción de la sociedad… el silencio, la lectura, la investigación, la memoria, la conversación, el ocio: ¡producen realidades!, y estas experiencias no se pueden medir estandarizadamente.

Las líneas de desarrollo de largo plazo de las universidades estatales están seriamente amenazadas en su autonomía al tener que vender su investigación a la empresa privada, dejando de lado el interés social del 90% de los chilenos/as que no trabaja en las grandes firmas. Este modelo de universidad que compite sólo favorece nuestra subordinación al conocimiento emergente del hemisferio norte.

El documento de la OCDE divorcia sus consejos de su diagnóstico. Prefiero las primeras 50 páginas del informe que hablan de la enorme desigualdad de Chile, que nos mantiene como el 9° país con mayor desigualdad en el mundo (OCDE, 2009), donde “La desigualdad es más visible y más difícil de cambiar en el corto plazo, porque los ciudadanos chilenos tradicionalmente han pagado los servicios básicos para el hogar mientras que en otros países de la OCDE son financiados con fondos públicos y están disponibles para todos” (OCDE, 2009: p. 21). Los chilenos pagan aranceles en la educación superior de un 30% del ingreso per cápita, tres veces más alto que en los Estados Unidos, Australia o Japón, mientras las becas cubren sólo entre el 63 y 70% del costo real de los aranceles.

Es éste el desafío de Chile. Aquí es donde necesitamos conocimientos autóctonos, producidos por grandes y fuertes universidades estatales. Nuestro proyecto de Estado sería entonces la generación de una alternativa de crecimiento humano sostenible desde dentro. Difícilmente la OCDE, el Banco Mundial, la Escuela de Chicago o la Escuela Austriaca de Economía nos darán la respuesta.

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