Leyendo un interesante escrito llamado Liberalismo y voto voluntario, me encontré nuevamente con que los argumentos a favor del voto obligatorio, al igual que todos los textos que he leído hasta ahora, se basan en plantear los supuestos males que traería el voto voluntario (aumento en la desigualdad de oportunidades; déficit de representatividad; baja legitimidad).
Bajo estos argumentos, que por lo demás, en ningún caso parece evitar el voto obligatorio, la validez de la obligatoriedad más bien se considera un preventivo para evitar supuestas hecatombes políticas, que un bien político en sí.
Pero hay algo más profundo e importante en todo esto, que tiene relación con la idea que se tiene de Democracia, Participación política y Libertad.
Decir que de la voluntariedad del voto surgirá más desigualdad, un déficit de representatividad y baja legitimidad, es reducir el espacio político y con ello la participación ciudadana, a una dimensión estatal, electoral y partidista, acotada en términos reales para los ciudadanos, a un espacio temporal específico y reducido, la urna.
Así, queda fuera de lo político cualquier otra forma de participación política no violenta (la violencia suprime la política). Esa exclusión es tanto para individuos como para agentes políticos independientes. También, para sus diversas formas de asociación no partidaria mediante las cuales pueden expresarse ideas, demandas e incidir en la toma de decisiones.
Irremediablemente, se reduce la noción de democracia –y todo lo que implica – a ese espacio físico y temporal tremendamente acotado que es el acto del voto en la urna. Y se deja fuera el sustento que -en teoría- una sociedad abierta debería tener. Es decir, una discusión constante y fluida entre los ciudadanos, sobre los asuntos públicos en diversos espacios y tiempos. Entre los líderes de opinión en sentido estricto, no sólo de las élites, sino de cada ámbito.
Con la contracción de la democracia y la participación política a la urna, el resto del tiempo, los individuos –anulados para actuar como agentes políticos y por tanto como ciudadanos- pasarían a ser súbditos del poder político estatal y partidario. Estarían obligados a someterse bajo un despotismo blando legal y electoralmente legitimado, que les otorga un único derecho político, un sacramento simbólico cada cuatro años, el voto.
Porque una cosa es defender el voto –y obligatorio- per se, y otra muy distinta defender la democracia –y la participación- o la libertad como principios esenciales. Las distancias entre ambos elementos, no sólo en términos ordinales sino que nominales son enormes. Como el mismo Rawls decía: una cosa son las libertades políticas iguales y otra el valor equitativo de dichas libertades.
¿Por qué insisto en esto? Porque lo que muchos olvidan es que podemos tener democracias de partido hegemónico, como hubo en México, e incluso dictaduras (democracias de un partido único para ser irónicos), donde cada cierto tiempo se llamaba a votar (o se obligaba), y donde aún así, se cumplían fatalmente los tres argumentos esenciales esgrimidos contra la voluntariedad.
(Aumento en la desigualdad de oportunidades; déficit de representatividad; baja legitimidad).
Y entonces entramos en un terreno complejo, de lo normativo ¿Es el voto la base central de la democracia?
¿Qué implica y significa realmente la participación política en una democracia? ¿Cuáles son sus límites o espacios? ¿Qué función cumplen los ciudadanos en una democracia?
El sacramento cada cuatro años
Creer que la voluntariedad del voto haría colapsar el sistema democrático o la libertad, es sustentar la democracia y la libertad en ese acto, sin tomar en cuenta otras dimensiones de lo social y político.
Los defensores del voto obligatorio no obstante, argumentan basados en antecedentes técnicos y estadísticos electorales y, simultáneamente, apelan a aspectos normativos en cuanto a lo político –como la igualdad de oportunidades, representatividad- que posteriormente obvian, o parecen dar por hechos, o salvaguardados por la obligatoriedad del voto.
El hecho de que muchos o pocos voten, no define un sistema democrático como tal, ni determina la real representatividad de los ciudadanos y sus diversos intereses. Tampoco determina la legitimidad de un gobierno o mandato; menos aún los espacios de libertad de los individuos.
El respeto de la autoridad electa a la institucionalidad democrática y sobre todo a los derechos de los ciudadanos, son elementos que no dependen del voto necesariamente sino de una institucionalidad, donde los propios ciudadanos pueden actuar como agentes políticos independientes.
Ciudadanos que controlan al poder, se contraponen a éste, y donde hacen competir sus ideas e intereses sin depender de sus representantes.
La sobrevaloración del voto en sí, sin considerar la necesidad de ciudadanos participantes e instituciones democráticas más allá de lo estatal, electoral y partidario, sólo es un paso hacia una especie de dictadura de mayorías –con muchos o pocos votantes-; una especie de religión electoral donde el dios es el voto, y los ciudadanos se limitan a cumplir un ritual cada cierto tiempo, para luego esconderse en sus casas, lo que se traduce irremediablemente en un
despotismo electoral.
Por eso no es raro que en defensa de la libertad, la mayoría de los defensores del voto obligatorio repitan el dilema de Rousseau, y justifiquen la coacción sobre los individuos para mantener la libertad. La pregunta es ¿Qué clase de libertad se defiende con coacción?